En esta mujer buscamos más, tal vez, la belleza de la intensidad que la intensidad de la belleza, o al revés, no sé, quién sabe, qué más da: ya sabemos que el primer acto de percepción profunda consiste en quitar las etiquetas.
Si quisiera utilizar el lenguaje de nuestra sucia (y cruel) civilización, diría que a Lori la atraviesa un alto voltaje, o que está transportada por la música, o que está conduciendo –entre el cielo y el suelo – toda la electricidad y la luz y el peligro ardiente de un rayo.
Las mujeres, como el universo, están hechas de vida, de historias, de belleza, y no de átomos. Lori interpreta a Herbert o a Bach o a Stravinsky; sus brazos son delgados y musculosos, con gruesas venas en los antebrazos; y sus manos, que buscan las notas en las cuerdas del cello, están contraídas, crispadas, contranaturales.
Despeinada y sin árboles, (como) con prisa, tal vez con los días contados, sísmica y sistólica, incandescente y tan, tan vulnerable.
Lori está cerca de donde empieza o acaba la vida, en la línea de sutura o en el punto de ignición, en la grieta donde el tiempo se abre y se rompe. El tránsito tal vez la embellece, da a su rostro una expresión de serenidad o sosiego mientras su cuerpo está en una sacudida fija, olfateando el abismo, sin agua, sin sentimientos, abolido.
Cuando baja, cuando regresa y se orienta y deja el cello apoyado en la silla o en la pared, vuelve a ser ella misma, una más, otra, nadie, cualquiera. Retoma el cuerpo con el peso de la gravedad incluido, tiene pis, llega tarde a cenar y está cansada. Así que, en cuanto puede, se sube de nuevo al cello, que es un ascensor de tiempo, y, sin peinarse, vuelve a la actualidad de la música y de la vida, con sus latidos calientes, y su marcha, y sus ondas puntiagudas, y sus plenos aciertos y su mirada mágica y su punto de eternidad.