Natasha va en moto por las calles y las carreteras de la vida, arriesgando: vivir el peligro es vivir de verdad, lo demás es televisión. Está hermosa con el faro puesto, con los amortiguadores y los frenos y los retrovisores puestos, con todo eso que Natasha se deja en la moto cuando se baja, y que –como a cualquiera- a veces le convendría llevarse puesto, sí, incluido el cuentakilómetros.
Cuando se aburre, Natasha se siente vieja, muy vieja, así que nunca se aburre. Vive tan deprisa que a veces parece que ha perdido el control de su propia velocidad, pero siempre le queda la mirada, esa mirada, con unos ojos de mujer brava con los que intimida a cualquiera: Natasha es, propiamente hablando, una mirada rodeada de mujer hermosa.
Las piernas, los labios, el pelo, la nariz, las manos: están sostenidos, respaldados, avalados por su mirada, que los sitúa un punto, un grado más allá de la simple belleza, que les añade el enigma y el poderío de lo terrible, eso que hace que una belleza sea superior, sagrada, que nos pueda destruir.
‘Ya es hora de que el piano se dé cuenta de que no ha sido él el que ha escrito el concierto’ –dijo el poeta-.