Julie se acaba de dar cuenta de que es viuda de sí misma y la ciudadana de su ausencia se palpa la cara, la voz, los papelitos. Como una Virgen de los trece puñales, solloza por un cadáver que cruza al otro lado ya desprovisto. Sin esa marcha andaluza que le mete el cuerpo a la vida.
Solloza por su libertad, como esa estatua en Nueva York a la que le falta una sonrisa. Con la corona en la mano y la hormiga encendida.
Desconocemos el motivo de su defunción. Quizá su vida era incómoda para la parentela de la muerte y han decidido suprimir sus estaciones para no ver florecer más sus doce causas.
Con esas lágrimas impacientes, Julie no puede recibir esa dosis de luz de luna necesaria para todo corazón doliente y se ve a sí misma perdida,
oculta para siempre en un mundo que no entiende de árboles, ni de ríos, ni de esos tibios amaneceres vertiéndose por ventanales.
Por eso deseamos que se calme, y que mire, que observe a su alrededor. Que se centre en el paisaje blanco que la rodea, para que comprenda que la vida no termina y que la valla es el tiempo desnudo, el que no habita ningún espacio, el que siempre ha sido sin comenzar nunca.