Observando a Meiying, se podría decir que necesita respirar. Respirar
aire puro. Un aire que en estos tiempos escasea. Meiying se abanica para
crear esa mínima brisa, un pequeño espacio para la razón. Y así, no dejarse
llevar ofuscada por las emociones.
Gracias a su abanico, nos damos cuenta de que ya no es una niña.
Necesita el arie en sus pulmones para su flor hermosa. Su intelecto
de mujer ya adulta le hace crecer abajo, en la cantera, donde nacen esos
olvidadizos nardos ajenos al mundo y a sí mismos.
Pues ahora es la carne, la hoja, la piedra, perdidas en la fuente del tormento;
como el navegante en el horror de la civilización. Ahora, Meiying halla
la máscara del infinito y rompe el muro de la poesía.
Quizá se encuentre entre dos realidades. Y asomada hacia esa comprensión
interior de la lejanía, —de un más allá por unir a su centro—, cierra los ojos
para verse en todas las canciones bajo el misterio de la flor.