Belinda se asoma a la vida con la mitad de la cara en sombra. No sabemos si es por el sombrero de ala ancha andaluz, o porque ha visto algo luminoso al final, y, llena de curiosidad, ha decidido acercarse a ese foco que la contempla.
Si la dama del silencio llega decapitando los tulipanes, ¿quién gana? ¿quién pierde? ¿quién se asoma a la ventana? ¿quién pronuncia primero su nombre?
Se podría decir que la luz ha querido pillar desprevenida a Belinda, pero vemos en ella el rigor de esos labios rojos con su mirada cristalina. O tal vez, ha abierto el armario lleno de sombra. Y está viendo cánulas, metileno, cintas con leyendas doradas, crucifijos y tejidos nupciales, su blancura inmóvil en sí misma.
Antes de que la luz llegue a su ansia muy de mañana, de que el pétalo se haga voz de niñez, vivimos su sombra alzada y sorprendida de humildad, nunca oscura. Con su sal y azúcar.
Belinda medita en un rincón del claustro de las sombras, allí, donde los sueños exaltan sus luces cándidas y humosas.