Nerea

Nerea, con su mirada, nos dice que no podemos tomarle el pelo. Cuando era niña, ya sabía callarse. Por esto, sus intervenciones son precisas y oportunas. Se dice, que, en Finlandia, las conversaciones triviales son casi inexistentes. Los finlandeses no sienten necesidad de llenar sus silencios.

Nerea, en su habitación, a solas, se dice a sí misma: (sólo por molestar, por abusar de la paciencia) ¿Es ésta la taberna sin un vaso, ni vino o camarero, en la que soy la cliente largamente esperada?

El color de la nada es azul. La golpea con su mano izquierda y la mano desaparece. ¿Por qué estoy entonces tan callada y tan feliz? Se pregunta Nerea.

Rellenando este espacio con sustancia, finlandesamente, podríamos decir que la otra cara de la moneda vendría a ser el silencio de los corderos. Ese horror vasto y sin nombre es que los vecinos puedan dormir toda la noche, todas las noches, sin despertarse, porque ninguno oye ni escucha el incesante e insoportable balido de los corderos cuando se los llevan al matadero.

Si Nerea fuera ella daría todo lo que es suyo y confiaría su futuro al futuro. Pero no se fía, —y hace bien.

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