Lo primero que me llama la atención de esta anciana feliz es su estatura, que seguramente no tiene nada que ver con la pose agachada en la puerta de su humilde hogar.
La anciana está feliz, que no es lo mismo que contenta. Al llegar a cierta edad se puede comprobar, cómo algunas personas, se vuelven más flexibles, en lugar de rígidas, inamovibles, con un derecho a existir mayor que el de los demás.
Esta actitud vendría a ser la verdadera madurez. Sana para uno mismo y para los otros. La anciana feliz tiene un rostro de paz, con ese brazo izquierdo que se dobla en una postura nada incómoda para ella. Como si todavía fuese la niña de sí misma.
Hay un árbol de magnolias, que a lo lejos se confunde con la abuela. De cerca, es el aparador de donde ella sacaba el almíbar y las tazas. De ella bajaban los ladrones; Melchor, Gaspar y Baltasar; de ella bajaban los pastores y los gatos; esos pastores enamorados como gatos.
Muñeca, ¿estás en venta?, le dirá el Diablo.
Esclava negra sosteniendo criaturitas, inmóviles, nacaradas. Virgen María de velo negro, de velo blanco, allá en el patio. Ella es la abuela, la mamá, todo es ella, con su eterna juventud, su vejez eterna. Vejez eterna que no se ve, muchachos, principalmente eso, que no se ve.
Niña de Comunión, niña de novia, niña de muerte. De ella sacan las estrellas como tazas, las tazas como estrellas. Te has quedado lejos, te has ido lejos, pero voy retrocediendo hacia ti, avanzo hacia ti. Te veré en el cielo. No puede ser la eternidad sin ti.