Abigail, está apoyada en un árbol, con su guitarra, que vendría a ser como tener un tercer pulmón. Está absorta, lo que nos dice que está componiendo la melodía todavía. La forma de sus manos indica que sabe tocar. Y ese fondo impreciso del bosque, muestra que su mirada se extiende por dentro, viajando al pasado, volviendo al presente. Para que de esa catarsis, surja una canción que cuelgue de la eternidad como rocío que cuelga como perlas encadenadas; según dice el poeta.
Quizá, Abigail siempre ha querido convertirse en música. Tiene que esperar al momento sin frases en que ni siquiera se podría decir que ella flota en la música. O, mejor dicho, aunque el mundo desapareciera quedaría la música.
La música no nace. Está allí, al alcance de todo oído. Abigail, al despertar esta mañana, ha visto cosas, aquí y allá, objetos, por ejemplo. Cada cosa solitaria y su conjunto. Todo esto ya tenía nombre. ¿Necesitaba otro lenguaje, otra mano, otro par de ojos, otra flauta?
Su alma, como la música, están hechas de la misma sustancia etérea. Y juntas, en una preciada combinación química, hacen que la eternidad exista, persista.