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Lorena

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Lorena irradia belleza natural. Sin maquillaje, nos muestra su sonrisa sincera. ¿Para qué queremos más? Por su mirada, no sólo nos demuestra que sabe amar, sino que también sabe amarse a sí misma. Algo necesario para poder recorrer la senda de la felicidad.

Seguramente el poeta pensó en ella con exactitud, deseándole algo que ningún otro haría. No lo de siempre, que sea hermosa, o un manantial de inocencia y amor.

Si no fuera una chica con suerte, entonces, que sea del montón; que tenga, como otras mujeres, talentos habituales. Que no sea fea ni guapa. Nada fuera de lo corriente que rompa el equilibrio, que impida que todo lo demás funcione. Si así se llama a una manera hábil, atenta, flexible, discreta y fascinada, de alcanzar la felicidad.

Lorena no florece, llamea. ¿Qué hemos hecho para ser dignos de esta gloria? Mañana, ya no habrá rosas —pero la mirada conservará su incendio.

Meiying

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Observando a Meiying, se podría decir que necesita respirar. Respirar
aire puro. Un aire que en estos tiempos escasea. Meiying se abanica para
crear esa mínima brisa, un pequeño espacio para la razón. Y así, no dejarse
llevar ofuscada por las emociones.

Gracias a su abanico, nos damos cuenta de que ya no es una niña.
Necesita el arie en sus pulmones para su flor hermosa. Su intelecto
de mujer ya adulta le hace crecer abajo, en la cantera, donde nacen esos
olvidadizos nardos ajenos al mundo y a sí mismos.

Pues ahora es la carne, la hoja, la piedra, perdidas en la fuente del tormento;
como el navegante en el horror de la civilización. Ahora, Meiying halla
la máscara del infinito y rompe el muro de la poesía.

Quizá se encuentre entre dos realidades. Y asomada hacia esa comprensión
interior de la lejanía, —de un más allá por unir a su centro—, cierra los ojos
para verse en todas las canciones bajo el misterio de la flor.

Carmina

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Carmina sabe que, si quisiera volar, necesitaría al viento como cómplice. Por eso le hace señas, levanta los brazos con ese pañuelo de seda color arcoíris. De esta manera, nos muestra que ella misma es un arcoíris: pues es rojo su calor adolescente, por los pocos años. Amarilla la flor que tiene nunca entre sus manos.

Su pie derecho en punta la delata. Quiere levantar el vuelo ante el mar. Necesita esa pasarela para tomar impulso y alzarse por esas alturas en las que uno se ríe del arquero.

Sabe ya, que no hará casa el que ahora no la tiene, y que el que está solo, ahora, lo estará para siempre mientras deambula por las avenidas, inquieto, como el rodar de las nerviosas hojas.

Carmina mece al viento ese pañuelo ondulante quizá para ver el dibujo de la brisa.

Solo tiene dos opciones, el mar —sereno y encrespado, indócil y calmado—, o el espacio abierto. Y mientras se decide, sus dudas le asaltan: ¿Quién creó el mundo? ¿Quién dio forma al cisne y al oso negro? ¿Qué piensas hacer con tu única, salvaje y preciosa vida?

Ella, es y será —mientras la lluvia coincida o no coincida con el sol—, un arcoíris.

 

 

Martina

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Martina está jugando con la realidad real. Quiere saber, o ya sabe, lo que siente un árbol cuando cae en el bosque, y nos lo muestra cayendo de espaldas, como si ella misma —con ese vestido del color de todas las flores— fuese un árbol.

El fotógrafo de la vida, ha detenido el tiempo antes de que Martina caiga, tal vez mostrándole la habilidad del junco, que por su flexibilidad, no levanta tantas sospechas.

Su cara de despreocupación indica que no sabe que el bosque la mira con ansia, desde el tiempo. Y probablemente, después de caer sobre el manto de hojas secas, se levantará y saldrá corriendo con esas zapatillas.

Porque de no ser así, la naturaleza la abrazaría hasta su cadáver, ay. Hasta que su forma se borrase y no fuese más que una ilusión, un esbozo lento en llegar, sobre el lienzo olvidado que el artista termina solo, desde el recuerdo.

Lo dijo el poeta, claro. Quién si no.

Locutado por Tomás Galindo aquí.