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Belinda

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Belinda se asoma a la vida con la mitad de la cara en sombra. No sabemos si es por el sombrero de ala ancha andaluz, o porque ha visto algo luminoso al final, y, llena de curiosidad, ha decidido acercarse a ese foco que la contempla.

Si la dama del silencio llega decapitando los tulipanes, ¿quién gana? ¿quién pierde? ¿quién se asoma a la ventana? ¿quién pronuncia primero su nombre?

Se podría decir que la luz ha querido pillar desprevenida a Belinda, pero vemos en ella el rigor de esos labios rojos con su mirada cristalina. O tal vez, ha abierto el armario lleno de sombra. Y está viendo cánulas, metileno, cintas con leyendas doradas, crucifijos y tejidos nupciales, su blancura inmóvil en sí misma.

Antes de que la luz llegue a su ansia muy de mañana, de que el pétalo se haga voz de niñez, vivimos su sombra alzada y sorprendida de humildad, nunca oscura. Con su sal y azúcar.

Belinda medita en un rincón del claustro de las sombras, allí, donde los sueños exaltan sus luces cándidas y humosas.

Lorena

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Lorena irradia belleza natural. Sin maquillaje, nos muestra su sonrisa sincera. ¿Para qué queremos más? Por su mirada, no sólo nos demuestra que sabe amar, sino que también sabe amarse a sí misma. Algo necesario para poder recorrer la senda de la felicidad.

Seguramente el poeta pensó en ella con exactitud, deseándole algo que ningún otro haría. No lo de siempre, que sea hermosa, o un manantial de inocencia y amor.

Si no fuera una chica con suerte, entonces, que sea del montón; que tenga, como otras mujeres, talentos habituales. Que no sea fea ni guapa. Nada fuera de lo corriente que rompa el equilibrio, que impida que todo lo demás funcione. Si así se llama a una manera hábil, atenta, flexible, discreta y fascinada, de alcanzar la felicidad.

Lorena no florece, llamea. ¿Qué hemos hecho para ser dignos de esta gloria? Mañana, ya no habrá rosas —pero la mirada conservará su incendio.

Meiying

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Observando a Meiying, se podría decir que necesita respirar. Respirar
aire puro. Un aire que en estos tiempos escasea. Meiying se abanica para
crear esa mínima brisa, un pequeño espacio para la razón. Y así, no dejarse
llevar ofuscada por las emociones.

Gracias a su abanico, nos damos cuenta de que ya no es una niña.
Necesita el arie en sus pulmones para su flor hermosa. Su intelecto
de mujer ya adulta le hace crecer abajo, en la cantera, donde nacen esos
olvidadizos nardos ajenos al mundo y a sí mismos.

Pues ahora es la carne, la hoja, la piedra, perdidas en la fuente del tormento;
como el navegante en el horror de la civilización. Ahora, Meiying halla
la máscara del infinito y rompe el muro de la poesía.

Quizá se encuentre entre dos realidades. Y asomada hacia esa comprensión
interior de la lejanía, —de un más allá por unir a su centro—, cierra los ojos
para verse en todas las canciones bajo el misterio de la flor.

Carmina

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Carmina sabe que, si quisiera volar, necesitaría al viento como cómplice. Por eso le hace señas, levanta los brazos con ese pañuelo de seda color arcoíris. De esta manera, nos muestra que ella misma es un arcoíris: pues es rojo su calor adolescente, por los pocos años. Amarilla la flor que tiene nunca entre sus manos.

Su pie derecho en punta la delata. Quiere levantar el vuelo ante el mar. Necesita esa pasarela para tomar impulso y alzarse por esas alturas en las que uno se ríe del arquero.

Sabe ya, que no hará casa el que ahora no la tiene, y que el que está solo, ahora, lo estará para siempre mientras deambula por las avenidas, inquieto, como el rodar de las nerviosas hojas.

Carmina mece al viento ese pañuelo ondulante quizá para ver el dibujo de la brisa.

Solo tiene dos opciones, el mar —sereno y encrespado, indócil y calmado—, o el espacio abierto. Y mientras se decide, sus dudas le asaltan: ¿Quién creó el mundo? ¿Quién dio forma al cisne y al oso negro? ¿Qué piensas hacer con tu única, salvaje y preciosa vida?

Ella, es y será —mientras la lluvia coincida o no coincida con el sol—, un arcoíris.